La niña esa de las manos que se le caían los bosques por los costados
como cuando tratas de pasar un litro de leche de la caja a otro recipiente.
La niña esa que tiene los pelos para que se pongan a saltar las nubes de un tejado a otro
y luego ¡venga! a llover porque papá es temprano y quiero seguir jugando.
Digo de la niña porque siempre la veo jugando
pero es que luego miro detrás y veo que es un puñado de tierra
y que las hojas de los árboles se dejan caer cerca para que no se vea mal que está caminando.
Ya ves, no soy el único que se pone de puntillas para escuchar lo que están a punto de decir:
los dedos que no voy a morder de las manos que no me van a tocar de los cabellos que no me van a sacar del mar de los pies que siguen una línea curva de los tobillos que bailan desnudos y aplauden cuando sale la montaña sobre el costado del sol.
Y luego te vas cerca del mar y se me llena de moho la ropa del armario
se me llena de sal y no voy a dejar de tocar la campana,
para que todos sepan que las olas vienen con cuchillos de lana entre los dientes.
Suena una canción de esas que todo el mundo podría reconocer si no fuera porque todo está lleno de luces y sonidos y nubes de todos los colores.
Suena una canción y todo se detiene.
Tarareas el estribillo. Saltamos como grillos sobre la pizarra caliente del comal.
Somos hermosos tan lejos que cuando nos miramos a los ojos se nos rozan los huesos de la espalda.
Suena la canción, suena la rueda sobre la tierra, el martillo sacando agua de los cajones,
tus caballos tan hermosos y los míos tan chiquitos.
Carlos de la Cruz