Estaba en la tina cuando Jorge Luis Borges tropezó con la puerta. “Borges, cuidado”, grité. “El piso está resbaloso y usted es ciego”. Entonces, mientras me enjabonaba el pecho, le dije: “Borges, ¿alguna vez consideró las implicaciones de una frase como ‘Estoy traduciendo a Apollinaire al inglés?’, o ‘Traduzco a de la Mare al francés?’; que tomamos el trabajo notablemente idiosincrático de una persona para llevarlo a un lenguaje que pertenece a todos y a nadie, a un sistema de significados suficientemente general como para que sean posibles no solo los malentendidos, sino también el hecho de arrojar hacia la duda la posibilidad de permitir algo más?”.
“Sí”, dijo, con aire de resignación.
“Entonces”, dije, “¿no piensa usted que es mejor dejar la traducción de la poesía a poetas que estén en posesión de un inglés que hayan hecho suyo? ¿Y que los profesores de idioma son los peores traductores por sentirse responsables de un lenguaje pero no en sus cambios, sino en su totalidad monolítica?”
”¿No sería mejor pensar la traducción como una transacción entre idiomas individuales, entre, digamos, el italiano de D’Annunzio y el inglés de Auden? Si así fuera, podríamos terminar con la discusión irrelevante sobre quién hizo y quién no la traducción correcta”.
“Sí”, dijo, como emocionado.
“Digamos”, dije, “que la traducción es una forma de la lectura, la suposición o la transformación de un idioma personal en otro, ¿no sería entonces posible traducir el trabajo realizado al lenguaje personal? ¿No sería posible traducir Wordsworth o Shelley a Strand?”
“Usted descubrirá”, dijo Borges, “que Wordsworth se niega a ser traducido. Será usted quien deberá convertirse, por un momento, en el artífice de The Prelude. Eso fue lo que pasó con Pierre Menard cuando tradujo a Cervantes. No quería componer otro Quijote ―lo cual es fácil― sino ‘el’ Quijote. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ―palabra por palabra y línea por línea ― con las de Miguel de Cervantes. El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible”.
“No casi imposible”, dije, “sino absolutamente imposible, pues para traducir es necesario dejar de ser”. Cerré los ojos por un momento y me di cuenta de que si dejara de ser, nunca lo sabría.
“Borges…”
Quería decirle que la fuerza de un estilo podría estar medida por su resistencia a la traducción.
“Borges…”
Pero cuando abrí los ojos, él, y el texto en el que estaba bosquejado, terminó.
The Continuous Life (Knopf, 1990)
Traducción de Juan Pablo Carrillo