Cocinar: el amor que se sabe con todos los sentidos

auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas.

“La voz a ti debida”, Pedro Salinas

Creo que esta es la etapa de mi vida en que más he cocinado. Dicho así, claro, parece que he vivido mucho, y la vedad es que creo que no, pero sean pocos o muchos mis años, para los que he pasado viviendo solo es un poco increíble que solo hasta ahora cocinar sea una de mis actividades verdaderamente cotidianas.

¿Por qué lo hago? Un poco por maniático y neurótico, porque cuando como en la calle pienso más o menos inevitablemente en la calidad de los ingredientes con que cocinan otras personas, en la limpieza, pero quizá sobre todo en el cuidado que ponen al hacerlo. Cocinar es una de las formas del amor y si es cierto que, como asegura otro dicho, el amor es una de esas tres cosas que es imposible ocultar, quizá no sea tan difícil notar cuando un platillo está hecho con eso, con amor. Cuando decimos que algo nos gusta, ¿no será porque notamos en ese instante todo el amor implícito en su hechura hasta el instante en que llega a nuestro paladar? Una comida sencilla o un platillo ultrasofisticado, no importa: su sabor proviene de su amor, dos palabras que si riman ha de ser por algo.

Y al amor, ¿cómo se le encuentra? La pregunta es retórica porque creo que los aquí presentes lo sabemos de sobra: con los sentidos. Con la mirada, con el tacto, con el olfato, con el oído y por supuesto con el sabor. Cada quien tendrá sus preferencias, aunque con cierta frecuencia es eso que preparamos lo que nos guía por nuestra propia sensibilidad.

Echar tortillas, por ejemplo, es un ejercicio notablemente visual, pues la persona que las hace mira su cocción y a partir de esto decide su volteada y su salida del comal, o si necesita un poco más para estar completamente cocida. Algo parecido a la carne que se asa o al jitomate que se muele y se cuece para salsas o sopas y que a fuego medio va cambiando poco a poco color crudo a color sazonado, transformación que los incrédulos podrán corroborar oliéndolo y probándolo, reconociendo que, en efecto, hay también un olor a crudo y otro olor a sazonado, y lo mismo para el sabor. El tacto está casi por todos lados: en el momento en que se palpa la madurez de una verdura, en la mano que hace falta para pelar o para mezclar, en la resistencia que se siente al remover un guiso al que le hace falta poco para estar a punto. En cuanto al oído, ¿cuántas veces la cocción de un platillo no se decide por la calidad de su hervor pero en el sonido? Cuando se oye que el hervor ha sido suficiente, entonces es momento de apagar la flama.

El amor llega y germina y crece y se desborda por los sentidos, pero quizá no es tal (o no del todo), si no se comparte. Quizá también por eso al cocinar hay un impulso casi inevitable, casi natural, a convidar, a invitar, a alegrar. Porque eso es el amor, y porque es una de esas tres cosas que no pueden ocultarse.

Juan Pablo Carrillo Hernández 

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