[Esto no es una regla]
Hace un par de meses me mudé de casa, un cambio simultáneo con otros que he intentado realizar recientemente en varios aspectos de mi vida. Si mi primera mudanza, hace casi dos años, la hice bajos los signos de la búsqueda y la promesa, esta vez quise verificar qué tan posible es cambiar aquello que incomoda, retirarlo de la vida y, simplemente, dejar de padecerlo. Y, según parece, hay situaciones en que esto no solo es posible, sino también sencillo.
Pues bien, en esas circunstancias, hubo una mañana que dediqué a acomodar mis libros. La acción, como sabemos, es paradójica, pues si bien tanto empacar como desempacar son requisitos farragosos y hasta molestos, acomodar ofrece en cambio cierta gratificación. Al instalarnos, la memoria y la expectativa se reúnen y al mismo tiempo que recordamos la historia personal de tal o cual objeto, podemos imaginar el futuro que le depara en ese nuevo espacio. O al menos eso me ha pasado a mí, mucho más con mis libros, con los cuales me he comportado un poco como ese coleccionista del que habla Walter Benjamin: “habent sua fata libelli”, “todos los libros tienen su destino”, y yo nunca he dudado que el destino de cada uno de mis libros y el mío propio inevitablemente se cruzarían, justo en el momento en que ocurrió.
Por eso me gusta acomodar mis libros: porque la melancolía que todavía me queda me lleva a repasar de vez en cuando esa historia, a pasar una página y después otra y detenerme un poco en cada una para recordar por qué tengo tantos libros de Alejo Carpentier que compré sin encontrar nunca el tiempo para leerlos, la coincidencia que está unida a mi ejemplar de La repetición de Kierkegaard o qué libros están conmigo menos como objetos de lectura que como talismanes que elegí para llevar por todos lados.
En esas estaba cuando di con un título que ahora también a mí me parece extraño: el Manual de urbanidad y buenas costumbres de Manuel Antonio Carreño. ¿Por qué lo tengo? Una buena pregunta. Una historia larga y no sé qué tan fácil de contar. Quizá aquí baste con decir que cuando lo compré, también hace un par de años, me parecía una fuente de humor involuntario, un libro cuyo anacronismo lo volvía ridículo y por lo tanto risible. Hoy pienso algo parecido, pero la verdad es que ya no me causa tanta gracia. De hecho, me parece tan ajeno que mientras ponía los libros en el librero no supe qué hacer con eso. Los míos son, en una abrumadora mayoría, literatura, un poco de filosofía y algunos menos de sociología, más dos o tres excentricidades, y si bien el Manual podría caer en este último rubro, sin pensarlo mucho terminé por desterrarlo de mis libros.
¿Por qué? Creo que eso sí puedo responderlo directamente. Me parece que fue porque estos últimos meses he batallado contra las reglas, contra el hecho de fijarlas, de obedecerlas, de aceptar su imposición e incluso imponerme yo mismo algunas. Reglas que en casi todos los casos son arbitrarias y subjetivas pero que por distintos motivos adquieren cierta apariencia de objetividad e inmanencia, como si hubieran existido desde siempre y por lo mismo tuvieran que cumplirse siempre. En este sentido, la suficiencia con que Carreño dicta las suyas es admirable. Más allá de su contexto histórico y personal, del zeitgeist del que su libro es resultado y a su vez al cual se dirige, quizá su aplomo no fue un factor menor para la exitosa aceptación que tuvo, a lo largo de distintas épocas y en distintos territorios. Carreño creía en lo que escribía y, quién sabe, tal vez por eso convenció a tantos de que ahí había algo más que su punto de vista al respecto de un asunto: cómo comportarse en sociedad.
Escribo eso en cursivas porque es lo que me interesa resaltar: las reglas de Carreño, aun si muchos las compartían, las aceptaban o las practicaban, eran eso: un punto de vista, una posición personal frente a algo. Solo que, como buen conservador formado católicamente, el venezolano intentaba también adoctrinar, hacer que el mundo pensara como él porque estaba firmemente convencido de queestaba en lo correcto.
No estoy muy seguro de esto que voy a decir, pero creo que desafiar las reglas comienza por mirar ese cariz subjetivo en su origen. Desobedecerlas o cuestionarlas es importante, pero creo que en ambos casos se trata de corolarios de una tesis un poco más general, reacciones naturales luego de descubrir que cuando alguien intenta imponer una regla, esta es eso, una consideración personal, pero en lo absoluto un decreto que obliga a que las cosas sucedan de ese modo en cualesquiera circunstancias. La pregunta para cada uno, ante una situación así, es si queremos colaborar en ese intento de controlar la realidad, si dedicaremos cierto esfuerzo a sostener esa ficción que se llama autoridad y las reglas que emanan de esta. Me parece que con cierta frecuencia nos encontramos en esa disyuntiva, aunque muchos de nosotros no la percibamos tan nítidamente y, por eso mismo, obedecemos.
Pero, por otro lado, si arrebatamos a las reglas su naturaleza normativa, la convivencia cotidiana nos lleva a atribuir dicho recurso estructurante a otra cosa. En mi caso he optado por los acuerdos. Pienso que acordar es mejor que intentar imponer una regla u obedecer ciegamente otras: considerar las circunstancias de cada una de las partes y, a partir de estas, encontrar el punto conveniente, tanto como sea posible.
Ahora bien, como quizá alguien ahí afuera suponga, este episodio también derivó en una complicación: ahora no sé dónde poner el mentado libro. Por razones que quizá sean obvias para psicólogos, psicoanalistas y otros escrutadores de la mente pero oscuras para legos como yo, el Manual terminó en el baño, donde a veces todavía lo hojeo, en una situación que quizá no complacería mucho al tal Carreño.
Juan Pablo Carrillo Hernández – @saturnesco