Edward Hopper, Excursion into Philosophy (1959)
Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba así, extendida indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e impreciso.
Juan García Ponce, “El gato”
La descripción puede empezar tradicionalmente. En primer plano, un hombre sentado al borde de la cama. “Al borde de la cama”. Casi un lugar común, literaria y literalmente. Una frase hecha pero también un lugar en el que todos hemos estado. “Al borde de la cama”. Al borde de algo. Al borde de un ataque. Al borde del suicidio. Al borde de un precipicio. Literal y figuradamente. “Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar”. Después de todo, esa es la gracia de los lugares comunes. Son, en cierta forma, uno de los extremos del lenguaje: ahí donde el uso desmedido lo vacía de su significación. El hombre está sentado al borde de la cama, cabizbajo, pensando, quién sabe si más de lo que debería pero evidentemente pensando, totalmente vestido, con un libro o un cuaderno abierto a su lado y, detrás de él, una mujer semidesnuda que tal vez duerme, cobijada únicamente por la luz matutina que entra por esa gran ventana que tiene la habitación. El movimiento, lo sabemos bien, no es ajeno a la pintura. El lienzo y los óleos no son impedimentos para generar el artificio de algo que se mueve, tanto en un sentido físico (Danse I, Matisse, 1909) como en sentido emocional (La Liberté guidant le peuple, Delacroix, 1830). Sin embargo, este no es el caso. Aquí, por el contrario, todo está fijo, quieto, al menos en apariencia. Visualmente, el cuadro de Hopper es como una fotografía, la instantánea de un momento específico. Solo que no es una fotografía. No hay espontaneidad, sino premeditación. Sí, como en un crimen. Como un asalto. No quietud, sino quietismo. El olvido del cuerpo y el presente a cambio de la errancia sin fin por los páramos del pensamiento. Un hombre sentado al borde de la cama. Un libro desdeñado, abierto por la mitad y después puesto a un lado, con ese fastidio con que a veces intentamos apartar las cosas que nos in/quietan. Una mujer que duerme. Las líneas y los planos de la luz. “[E]l libro abierto es Platón, releído demasiado tarde”. Demasiado tarde. “[T]he open book is Plato, reread too late». Eso, según Wikipedia, escribió en su diario Josephine Hopper, esposa de Edward, a propósito de la pintura de su esposo. Una nota al pie. Una nota al margen. Un hombre sentado al margen. “Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar”. Platón, al parecer, porque el hombre se debate entre este mundo y el Mundo de las Ideas, entre un mundo que se escribe con minúsculas y otro en que las mayúsculas son obligadas y obligatorias. Wikipedia también cita al biógrafo y crítico Gail Levin: “El dolor de pensar sobre su decisión y sus consecuencias, después de haber leído a Platón toda la noche, es evidente. [El hombre] está paralizado por la ferviente labor interna del melancólico”. Y antes: “El hombre pensativo en la pintura de Hopper está situado entre el señuelo del dominio mundano, representado por la mujer, y el llamado de un dominio más elevado espiritualmente, representado en la caída de luz etérea”. Puede ser. Puede no ser que la mujer y el dominio mundano sean un señuelo, una tentación, lo cual supone que el dominio más elevado espiritualmente es también mejor que eso. Puede no ser así. Un hombre sentado al borde de su cama. Pulcramente vestido, casi como si fuera a salir de un momento a otro. ¿Pero a dónde? ¿Pero cómo? Así, por lo que se mira, el hombre no puede salir a ningún lado. No puede. Es inimaginable que ese hombre, en ese estado, pueda levantarse y caminar. Está vestido y preparado, pero no puede. ¿Pero quiere? Los verbos vienen aparejados. La dialéctica de la voluntad. El eje de las condiciones. No podemos saberlo. Sabemos lo que creemos que vemos. Que el hombre está ahí, con la mujer a sus espaldas; que no está interesado en dejarla o despertarla; que piensa con un libro abierto al lado; que ve sin ver la luz que se cuela por la ventana.
Autor: Juan Pablo Carrillo Hernández – @saturnesco