La experiencia más profunda, radical y transformadora que tuve en mi vida fue aterradora -y hermosa. Dejé atrás, una a una, todas las máscaras: incluso la luz y la oscuridad. La luz recibe muchos nombres, quizás infinitos -Dios, en sus numerosas formas, el más común en estas épocas; la noción de un propósito positivo, una especie de trabajo ontológico de oficina de nueve de la mañana a seis de la tarde. Al final del día podemos dormir tranquilos, sabiendo que al otro día tendremos trabajo y a fin de mes podremos pagar las cuentas y una vez que seamos demasiado viejos para escalar montañas nos podremos jubilar y una vez que seamos demasiado viejos para ser viejos habrá una continuidad. La conciencia de algún modo sobrevivirá en un nuevo cuerpo, en un nuevo estado, se unirá a aquello de lo que nunca se separó. Más allá de esa ilusión no hay nada. La oscuridad está antes, un par de cuadras antes de la luz (una estación de metro antes); lo que está después no tiene nombre, porque no es nada y aún así es hermoso: y, claro está, aterrador. Fui abducido por una fuerza centrífuga originada en mi propio plexo solar y terminé sin darme cuenta en ese vacío absurdo y aterrador. Apreté los dientes, suspiré… e intenté soportar la belleza.
Fui abducido por mi mismo; yo soy mi propia nave espacial (todos lo somos: naves espaciales). Y vivimos a bordo de naves espaciales adentro de naves espaciales: planetas, sistemas solares, galaxias. Sistemas adentro de sistemas girando, rotando, desplazándose en espiral a velocidades ridículamente grandes, mensurables pero incomprensibles. Espirales adentro de espirales, dirigiéndose cada una a un mismo destino: a ninguna parte. La armonía de las esferas, sólo que las esferas son infinitas y el sonido es ensordecedor. Parece ruido pero es un disco de John Coltrane; o parece un disco de Coltrane y es ruido. Mi experiencia religiosa me permitió ver que más allá de todas las ilusiones hay un punto azul -ni adentro ni afuera, sólo un punto azul. En ese punto azul vivimos y morimos, en ese punto azul vivo y en ese punto azul me voy a morir. Al igual que todos los que conozco, como dice la canción de Flaming Lips -y no siempre, pero a veces a Wayne Coine le creo. Curioso, que en español usemos “creer” cuando queremos decir que consideramos que algo es cierto. No creo en Wayne Coine, aunque haya escuchado sus canciones tantas veces.
Algunas de ellas son hermosas -otras terribles, además de hermosas y algunas más son una porquería. Y en realidad no son nada de eso, sino que ese es el conjunto de impresiones cambiantes que causaron en mí a lo largo de los años, aunque en español sea más fácil decir que algo es de una manera y otra cosa de otra manera, aunque no sean nada. Aunque sean vibraciones percibidas por el sistema nervioso e interpretadas por una personalidad -otra de las ilusiones. Esa persona, esa esencia espiritual inmortal, ese conjunto de complejos y traumas, el observador, es un astronauta. Somos todos astronautas, aunque no sepamos lo que queremos hacer mientras estemos vivos; o aunque sepamos y no podamos hacerlo, o esa serie extensa de probabilidades de lo posible. Y del otro lado (que no es ningún lado), velocidad. Una velocidad tal que tenés que agarrarte del sillón para no irte volando y que tu cuerpo astral que no existe se quede en el mismo lugar que tu cuerpo físico (que tampoco existe).
Velocidad -tentáculos hermosos, agitándose en todas direcciones. Una experiencia que le pega en el palo a la profunda angustia de estar vivo y saber en lo más profundo del corazón que pronto, que dura poco, que ese corazón que sabe dejará de saberlo. Que el corazón que late dejará de latir, que el cerebro eventualmente no recibirá los impulsos eléctricos que necesita para crear todas las ilusiones que tanto nos gustan y que hacen que valga la pena, que sea tan hermoso estar vivo. Que no hay sentido alguno (más que el que le queramos dar), que no hay propósito (más que el que se nos cante la regalada gana), que no hay nada más que velocidad y un silencio insondable que pulsa -que late, mientras dura y que late con todos los otros corazones, unidos por una cadena de ácido desoxirribonucleico. Volví a tener esa experiencia, más de una vez; fui abducido en reiteradas ocasiones por mi propio inconsciente espacial -intento no creer en nada, intento disfrutar, intento muchas cosas -me pongo mi traje de astronauta e intento vivir en la intersección entre la realidad consensual y mi propia zona temporalmente autónoma.
A veces la velocidad, el terror y la belleza vienen a tomar mate a casa. Lo preparo lo mejor que puedo (le pido a mi novia que lo haga, a ella le sale mejor) y les convido galletas de arroz con queso crema light si estoy en dieta, o masas de alguna de las panaderías más cercanas. Dato curioso: toman el mate dulce. Hablamos de Ballard y de Burroughs, sobre el redespertar del interés en el espacio y de la New Horizons, que va a llegar a Plutón en unos meses. Intento muchas cosas, sí; poner en práctica, respirar (respirar -respirar. Respirar). Y mientras tanto, en el irremediable acá que no es del todo pero es idéntico a la explosión de velocidad, esto -responsabilidades, amores, diarreas, tentáculos, temores y gatos y todo lo demás, incluyendo goles desde afuera del área, políticos en campaña y bosques, muchos bosques, con árboles que llegan al espacio exterior y cuyas raíces se aferran al Sol. Y luces y oscuridades y espectros de ilusión; capas de Photoshop que contienen una transparencia absoluta sobre otras capas idénticas y en algún lugar… no importa. Sé que no hay luz al final del túnel, pero también que no hay túnel.