Los votos del bodhisattva (especulaciones torno a la liberación del DMT en el cerebro durante el proceso de muerte)

Thump taaahd tss

tum tum tss tpakk,

el break

beat

hace de las suyas, mientras

el tiempo casi

pide perdón. Pero

naaaaaah; no todavía. Algo se

me dijo entre sueños; qué jalada–entiendo–comoquiera

lo onírico persiste

y recurre

cada

noche, y

las dulzuras en corsé, coreando las groserías de un buda de gomitas,

gatilleando al trópico de aquello llamado cerebro, las

pantaletas, bocas, miradas moliendo el engranaje de supuestos, la

modulación exacta del bostezo.

Ni es cierto

que hablando se entiende

la gente. Ni porque el scratch caiga

en el cuarto beat. Hablándoles

me entiendo, acaso; entre injurias

voy pegando piezas. Digo

cada cual me ha otorgado una voz,

otro modo de contar-me,

(mi madre me meció mientras yo

sollozaba toda esa noche con la infección en los oídos)

relatar la historia de mis días,

(mi abuela–ahora sin memoria e insistiendo en que debe salir por cigarros–

me regaló esa primera libreta)

de mi tránsito,

(los mixtapes que en la secundaria le grabé a mis novias)

de mis tristes virtudes y voraces defectos,

(sí, he pagado, dinero que que he ganado escribiendo, por coger)

de mis afectos,

(me confesé con una vagabunda del otro lado de la tina),

de mis deseos–si acaso son míos, y no yo

el objeto de su juego–. Entre la cadencia

de sus ternuras y terrores he visto mi vida parpadear. Como foco

vacilando en falso

en el súper, en el pasillo de bebidas. Entre sus consuelos

y tiranías he ubicado que soy hombre,

solo un hombre, solo

el que ellas han hecho,

moldeado sin querer, con el

borde de sus lenguas, el tiroteo de las palabras y aspiraciones,

bajo el amanecer de incontables muecas, curveando

el pulso de mis apetitos

con la reverberación de algún bramido–con delay

sonidero, por

favorrrrrrrrrr–. Y si acaso

su ferocidad me ha llevado al escondite,

despabila, y sus lágrimas han cortado e infectado

años de mis años, el brío

de sus risas me acompaña, cuando ni lo pido

y son refugio de mi angustias–aquellas cuyo nombre

se me escapa–. Quizás

justo antes de morir, mis ojos se cierren

y no sé tú, pero

yo veré culos,

bailando

en tangas fluorescentes, perreando

bajo

un sol que huele a cerezas. Esos

culos

se sacuden y rebotan, y giran entre el delicado vaho del sudor-vida. Y

las caderas retumban con la brutal fuerza de un gozo

casi tan preciso como incontenible. Vida. Vida mía. Mi vida. Y

sonará, como flor en eclosión

despedazando a colores el sonsonete torpe del cálculo: la voz de Ella,

de Rihanna, de María

Magdalena, Billie, Nina, Celia, y Toña

la Negra y Olga, Delilah y Whitney

declamando que todo–y

cuando ellas dicen «todo» es que es TODO–es mentira. Y

si en ese instante la veo a ella–y sé que será ella, y que ella sabe que es ella, cuando digo ella,

aunque el vértigo la muerda los huesos con sus cuentos de Laura en América–; ella volteará su rostro,

dibujando una sonrisa con labial rosa piruja. Y

entonces, no habrá el sesgo de lo imposible. Solo

entonces, solo,

lo que dura la curva del labio de su amor. Y

de ser así, yo volveré a nacer, a condición

solo

de que lo haga inconfundiblemente, irrefutablemente convencido

de que se vive

solo una vez, y

que la muerte

es

definitiva, tanto

como es total.

Fausto Alzati Fernández

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