Noticia del país de los fantasmas

1.

  El país de los fantasmas se parece, en realidad,

a cualquier otro país, salvo en esto:

al recibir tu pasaporte fantasmal, tu propia voz

se desdibuja, pierde contornos, tu presencia

antes nítida, tu paso raudo, ávido de huellas,

desaparecen tras tus inútiles intentos

de preguntar la hora a los peatones,

el tiempo pasa como huella sin huella:

in utero.

  Experimentas un modo familiar de soledad.

Esto no es la intemperie, no.

Es la plena contención, el adentro, su furor

antes de ser usado. Rodeado del mundo

estoy (de nuevo) fuera de él.

  2.

  Aprendemos a ver, y a cerrar los ojos

para dejar de ver; aprendemos a oler,

a tocar del mismo modo, a preferir

unos alimentos y rechazar otros.

Pero nunca nos enseñan a dejar de escuchar.

Nuestros ojos duermen; nuestros oídos no.

¿Cómo se llamarán los sordos del tacto,

los ciegos de la lengua,

los mudos de los párpados?

¿Cómo se llaman los que sufren

mutilaciones pasajeras?

¿Por qué llamamos soledad a cosas

tan distintas como estar solo y estar sordo?

3.

  Tania fue la primera en notar mi recién

adquirida condición de fantasma.

En el camión que nos trajo del mar,

como quien dice llueve,

dijo te convertiste en fantasma,

pero yo leí las palabras en el movimiento

de sus labios (como se adivina la lluvia

por la desazón de los pájaros) sin oírlas,

como si Tania no estuviese ahí

a mi lado, sino en una galaxia distante.

Como si una fuerza desconocida me retuviera

en el fondo del mar.

  4.

  Lo cierto es que llueve: la carretera está flanqueada

por la cortina verdorada del bosque, hay sol.

Ignoro la película molesta que no podría escuchar

de cualquier modo.

“Oído de nadador”, lo llaman,

y es absolutamente común y corriente, me digo,

mientras convierto la ventana en pantalla

y me pongo a ver el espectáculo del bosque

y los zopilotes conspirando en círculos

en torno a una madeja invisible, suprema,

mientras imagino el nombre

de todos los árboles que dominan

y cuyos nombres no conozco.

Zamulino. Folibreya. Rucinonte.

Nombres de árboles imposibles en el camión,

mientras el idioma que todos hablan

me suena a chino. No pensar en chino,

me digo, no pensar

en las permutaciones de Cirlot,

en sus sílabas revueltas: pensar en el mar:

hemos llevado a Nico por primera vez

a ver el mar. Nadamos durante horas,

nos quemamos, construimos de arena

tortugas marinas, un mamut y la mitad

de un cocodrilo. Nos interesan más

los dragones que los castillos.

Volvemos a casa. Estamos cansados,

felices. ¿Pero dónde están ellos,

dónde yo con respecto a ellos, si puedo

observarlos pero no los escucho?

¿Cómo vuelvo al sonido, es decir,

a la vida?

  Tráiler de la muerte: la muerte

es el lugar más callado.

5.

  La posibilidad de encontrar a un niño perdido

decrece de manera proporcional al tiempo transcurrido

desde la última vez que se le vio,

como si el niño estuviera más perdido mientras

más tiempo pasa.

Pienso en mi sentido del oído en esos términos:

el mar me ha robado mi capacidad de escuchar,

señor del ministerio público, señor policía, señor

juez. Estaban en buen estado, nunca dieron lata.

Casi nuevos, mis oídos.

Con el debido mantenimiento

me hubieran tal vez sobrevivido.

  Nico aúlla al otro lado de la mesa mientras escribo esto;

es un terremoto de llanto derramado, pero para mí

la tierra cruje en sordina y no lo escucho.

Lo abrazo, se tranquiliza, es de otro la voz

que en mi boca le dice que es hora de dormir.

  6.

  ¿Escuchan ese torbellino que en Júpiter

revuelve las arenas y los mares de plomo derretido?

¿Esa estrella que devoró a su hermana a 10 mil

años luz de aquí? Júpiter y esa estrella parecen

tan lejanos como la sala de mi casa, desde donde Tania

me ha estado llamando para cenar. Un inválido, pienso,

o bien: un desvalido: un paciente de qué: un enfermo de nada

que se ha dejado el oído en el golfo de México

hace 24 horas. Náufrago de mí, sitiado

en ninguna parte, dejo constancia en las arenas

sobre el tamaño de mi privación.

7.

  Sonidos que extraño:

los pájaros en el parque (los árboles están sordos)

la risa de Tania (la supongo reír y sonrío)

las canciones de Nico (Púm biara púm

biara púm biara

púm biara

yei).

  Daría toda la música del mundo

por escuchar al menos eso.

  8.

  Conductores de taxis, meseros, vendedores

ambulantes, gentes de a pie, de las que no saben

que se escribe gente en vez de gentes

viven

en una realidad aparte

donde el ruido y la música son posibles.

  Yo no: mi mundo es una mancha sonora,

como las sombras que –dice el bardo–

los ciegos ven.

9.

  Tania me grita en el oído por segunda vez

la misma frase y me veo, súbitamente,

convertido en su abuelo. Está preocupada,

es comprensible, pero sabe

tan bien como yo

que es normal. Si tuviera arena en los oídos

bastaría inclinarme sobre un costado

como un reloj y vaciarme; la hidráulica

de los sonidos está averiada.

La gravedad no es suficiente, se trata

de algo más. Pero este es un poema

y no una consulta otorrinolaringológica

(la fealdad abismal, incurable

de ciertas palabras perdura aún

en el silencio).

  10.

  ¿Estas vacaciones en lo insonoro

podrían entenderse también

como un Estado Alterado de Conciencia?

¿Es aquí donde viven siempre los sordos?

¿Sueñan los sordos sinfonías espectrales?

¿Caminan así como yo, balanceándose,

con este vértigo de inminente caída?

11.

  48 horas. Voy por la realidad

en escafandra: los ruidos y las voces

quedan embarrados en una telaraña

lejanísima. Escucho al mundo

tras un cristal. Una pecera. Un campo

de fuerza impermeable al sonido.

El mundo para mí ha callado, o casi.

Balbucea, me dirige extrañas órdenes

en idiomas falsos, de juguete.

Yo, tras la escafandra,

le respondo a tientas que no sé,

que no escucho, que no me pregunte

a mí: que yo soy un fantasma, como tratando

de hacerme entender con los pobladores

de una ciudad cuya lengua (antes mía)

hoy ignoro.

  12.

  “Baldusemor, raguna ne frit.

Quifiel olea, olea suriná. Iona jafa,

porifor prifortí. Fieltra si olea le sum

iomicon da ni se frégates pí.

O fraka, fraka, no fraka sisí.”

  13.

  Puesto que no éramos en la vida que precede al día más que una audición apasionada, por el nacimiento nos convertimos en creadores de sonidos. (Pascal Quignard, “Las sombras errantes.”)

  14.

  A ratos me consuelo culpando al mar,

manchando su nombre de vidrio, escupiéndole,

amenazándolo con el puño

a kilómetros de distancia. “Ese cabrón”, maldice

mi boca, y el eco me resuena en el cuerpo.

Puedo cargar al mar de culpa, desbordarlo,

hacer hervir sus aguas con mi rencor,

ponerle una capa de asfalto, dividirlo en predios,

encerrarlo, domarlo, hacer lo que no es

prerrogativa de un burdo humano.

Pero en la oficina de las culpas me dicen

que el mar ya está purgando condena

en calidad de ambulante

por todos los ahogados; con sorna,

con sueño, el burócrata de las culpas marinas

trata de consolarme: somos nosotros

quienes decidimos entrar a él.

Si Dios quisiera que nadáramos

nos hubiera hecho peces y no hombres, me dice.

Y sabría que tiene razón, pero no podría

escuchar al burócrata de todas formas;

todo lo que escucho de aquí

al borde de mi cuerpo

es el silencio ensordecedor de las sirenas.

15.

Detrás de todo esto anda el mar.

Si cierro los ojos me sumerjo en él: miro

la mancha del sol embarrada en el cristal,

mariposa descomunal o luciérnaga encallada

en la superficie del agua. No me muevo,

no respiro, tratando de hacer la ilusión más cierta.

Escucho un tambor lejano, los cardúmenes de plata

pasan a mi lado sin tocarme.

¿De dónde viene el tambor?

De las puntas de mis dedos y las cuencas

de mis ojos sumergidos en el fondo

de mi cráneo; un ritmo estable que reverbera

navegando a velocidad crucero, entre 60

y 100 beats por minuto, yo diría.

FRÁM-am, FRÁM-am, FRÁM-am,

como un gigante trotando.

No escucha, mi corazón es sordo:

retumba imperturbable su relámpago sin trueno.

  16.

Vivo en un país donde las palabras

han sufrido un golpe de Estado.

Encaramadas en el trono del sentido

despachan las rapaces onomatopeyas.

17.

  Hoy llegué más temprano que nunca a la oficina.

No quiero saludar a nadie, quiero ser

una máquina sorda, una máquina de escribir,

un mueble más. Cándidos rostros

pasan frente a mí, me estrechan la mano

chasquean un beso en mi mejilla.

Sus bocas se mueven: me llaman

por mi nombre, me preguntan

cómo nos fue en el mar con Nico.

Pero yo pienso en Pink Floyd,

en responderles no, your lips they move

but I can’t hear what they say.

Supongo moderado el volumen

de la voz con que respondo que bien,

que muy bien, que Nico estaba contento,

que nadamos y nadamos y vimos tortugas

recién nacidas enfrentándose al mar

como valientes, y luego

los rostros sonríen ambiguamente

y se llevan sus sonrisas a sus mesas

de trabajo: salvado, y escribo estas palabras,

mientras el ruido de la ciudad se cuela

por la ventana: estática de televisión,

nube opaca, licuadora enloquecida

de zumbidos.

  18.

  Busco remedios caseros en Internet.

Durante las siguientes horas:

-brinco 20 veces sobre mi pie izquierdo;

-y 20 más sobre el derecho.

-Me limpio con hisopos

-(previamente remojados en agua tibia)

-e incluso me pongo un cigarro encendido

-5 minutos en la oreja izquierda

-y 5 minutos en la derecha.

  Nada funciona.

  Tania me escribe: que cómo sigue el oído.

Miento. Bien, le digo. Mucho mejor.

17.

  Hoy llegué más temprano que nunca a la oficina.

No quiero saludar a nadie, quiero ser

una máquina sorda, una máquina de escribir,

un mueble más. Cándidos rostros

pasan frente a mí, me estrechan la mano

chasquean un beso en mi mejilla.

Sus bocas se mueven: me llaman

por mi nombre, me preguntan

cómo nos fue en el mar con Nico.

Pero yo pienso en Pink Floyd,

en responderles no, your lips they move

but I can’t hear what they say.

Supongo moderado el volumen

de la voz con que respondo que bien,

que muy bien, que Nico estaba contento,

que nadamos y nadamos y vimos tortugas

recién nacidas enfrentándose al mar

como valientes, y luego

los rostros sonríen ambiguamente

y se llevan sus sonrisas a sus mesas

de trabajo: salvado, y escribo estas palabras,

mientras el ruido de la ciudad se cuela

por la ventana: estática de televisión,

nube opaca, licuadora enloquecida

de zumbidos.

  18.

  Busco remedios caseros en Internet.

Durante las siguientes horas:

-brinco 20 veces sobre mi pie izquierdo;

-y 20 más sobre el derecho.

-Me limpio con hisopos

-(previamente remojados en agua tibia)

-e incluso me pongo un cigarro encendido

-5 minutos en la oreja izquierda

-y 5 minutos en la derecha.

  Nada funciona.

  Tania me escribe: que cómo sigue el oído.

Miento. Bien, le digo. Mucho mejor.

Javier Raya, 2014

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *