Yo no tengo dios, pero, si tuviera, le pediría: sálvame.
Sálvame de pronunciar, alguna vez, las frases «porque mi libro», «según mi obra» o «como ya escribí yo en 1998».
Sálvame de estar pendiente de lo que digan de mí, preocupada por lo que dejen de decir, horrorizada cuando no digan nada.
Sálvame de la humillación de transformarme en mi tema preferido, del oprobio de no darme cuenta, de la vergüenza de que nadie se atreva a advertírmelo.
Sálvame de pensar, alguna vez, que en nombre de mi nombre puedo decir cualquier cosa, defender cualquier cosa, ofender a quien sea.
Sálvame de creer que un anecdotario personal (mío: de cosas que me hayan sucedido a mí) puede ser el tema excluyente de una conferencia de dos horas o de un seminario de una semana.
Sálvame de esperar que lo que escribo —o digo— le importe a mucha gente.
Sálvame de traer a colación, en todas las conversaciones de café, en cada sobremesa con amigos, lo que yo escribí, lo que yo hice. Sálvame de traer a colación, en todas las conversaciones de café, en cada sobremesa con amigos, lo que dicen los demás de lo que yo escribí, lo que dicen los demás de lo que yo hice.
Sálvame de creer que nadie lo hace mejor que yo. Sálvame de la ira contra quienes lo hacen mejor que yo: sálvame de odiarlos secretamente y de decir, en público, que son resentidos, mediocres y plagiarios.
Sálvame de creer que, si no estoy invitada, entonces la cena, el congreso, el encuentro no son importantes.
Sálvame de la confusión de suponer que me recordarán por siempre.
Sálvame de la tentación de pensar que lo que escribiré mañana será mejor que lo que escribí ayer. Sálvame de la catástrofe de no darme cuenta de que ya nunca más podré escribir algo mejor que lo que escribí ayer (dame la astucia para entenderlo, el valor para vivir con eso y el temple de bestia que se necesita para no volver a intentarlo).
(Sálvame de pronunciar, alguna vez, las frases «sólo iré si me dan un pasaje en primera clase» y «sólo iré si voy con mi marido». Sálvame de creer, alguna vez, que mi editor debe ser también mi enfermero, mi mayordomo, mi terapeuta, alguien que tiene la obligación de ir a buscarme al aeropuerto, pasearme por una ciudad desconocida un domingo de sol y atender a mis más íntimos trances en la convicción de que hasta mis más íntimos trances son sagrados.)
Sálvame de perder la curiosidad por nada que no sea yo, mi, mío, para mí, por mí, de mí, conmigo, en mí, contra mí, según yo.
Sálvame de copiarme a mí misma, de usar siempre el camino que conozco. Sálvame de no querer tomar el riesgo, o de tomarlo sin estar dispuesta a que el riesgo me aniquile.
Sálvame de la adulación. Sálvame de escuchar sólo lo que me hace bien, y de despreciar todo lo que no me alaba.
Sálvame de necesitar la mirada de los otros.
Sálvame de ambicionar el camino de los otros.
No me salves de mí.
De todo lo demás: sálvame.
Leila Guerriero